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lunes, 9 de septiembre de 2024
Habilidades para conseguir trabajo: ni suaves, ni fuertes, sino transversales
miércoles, 28 de agosto de 2024
La mitad de los graduados lamenta que su primer trabajo no se relacione con sus estudios
Según los resultados del último estudio de Walters People, las personas que se han graduado en los últimos 12 meses sienten que sus estudios no les han proporcionado los conocimientos necesarios para enfrentarse al mercado laboral.
De ellos, el 72% siente que su grado no les ha dado “mayor ventaja” frente a candidatos que han cursado otro tipo de formación. Además, el 53% afirma que su actual trabajo no está relacionado con sus estudios.
Qué buscan los recién graduados
«Los recién graduados se están incorporando al mercado laboral más desafiante de los últimos años: menor número de vacantes y salarios que no se ajustan al incremento del nivel de vida, se unen a la alta competencia laboral derivada del trabajo en remoto que deslocaliza el trabajo”, apunta Javier García, Manager en Walters People.
“Vemos como tendencia entre los profesionales de la generación Z que ahora dedican más tiempo a la búsqueda de empleo, ya que ponen más énfasis en el disfrute de su trabajo, los valores de la empresa, así como el equilibrio entre la vida personal y profesional de como lo hacían sus padres”, comenta García.
Con un mercado frágil debido a la coyuntura económica, las empresas están buscando profesionales que cuenten con cierta experiencia que les permita comenzar a trabajar cuanto antes. De hecho, los recortes presupuestarios provocan una menor inversión en formación y capacitación al empleado, por lo que la experiencia laboral es mucho más atractiva en un proceso de selección que un título universitario.
Es común que los recién graduados comiencen a trabajar en un puesto que no está relacionado con el campo que estudiaron, por lo que muchos de ellos llegan a replantearse su trayectoria profesional para conseguir empleo.
Cuando se les pregunta sobre qué es más importante para ellos a la hora de buscar su primer empleo, el 38% prioriza la progresión de carrera y el 35% el salario, frente al 15% que prefiere un puesto en su área de estudio o (13%) estabilidad laboral.
“Los recién graduados tienen sus ojos puestos en un plan de carrera ambicioso y estable. Es por ello que quieren sentirse seguros sabiendo que hay un plan claro para ascender dentro de la organización, acompañado de una escala salarial acorde”, matiza García.
miércoles, 3 de julio de 2024
Los amigos que uno tiene y los que uno cree tener | por Zygmunt Bauman
"Nuestros antepasados remotos lo tuvieron fácil: ellos y sus seres queridos tendían en general a habitar el mismo lugar desde que nacían hasta que morían, en estrecha proximidad mutua y al alcance y a la vista los unos de los otros." Zygmunt Bauman
Artículo del filósofo y sociologo inglés Zygmunt Bauman, sobre algunos espejismos de la amistad a lo largo de la historia y sobretodo en particular en el siglo XXI.
El profesor Robin Dunbar, antropólogo evolutivo de la Universidad de Oxford, insiste en que «nuestras mentes no han sido diseñadas [por la evolución] para que, en nuestro mundo social, quepa más que un muy limitado número de personas».
Dunbar ha calculado en realidad esa cifra: según él, «la mayoría de nosotros podemos mantener solamente en torno a ciento cincuenta relaciones mínimamente significativas». No es de extrañar que él mismo haya denominado ese límite — impuesto por la evolución (biológica)— el «número de Dunbar». Ese centenar y medio es, podríamos decir, el número que alcanzaron nuestros antepasados remotos a través de la evolución biológica y que esta no logró superar. A partir de ahí, dejó el terreno libre a su mucho más ágil y diestra (pero, sobre todo, más rica en recursos y menos paciente) sucesora: la llamada «evolución cultural» (es decir, aquella provocada, moldeada e impulsada por los propios seres humanos, que pone en juego los procesos de enseñanza y aprendizaje, en vez de los cambios en la disposición de los genes).
Aclaremos que ciento cincuenta era probablemente el número máximo de criaturas que podían juntarse, permanecer juntas y cooperar de manera provechosa cuando la supervivencia del grupo dependía únicamente de la caza y la recolección; el tamaño de una manada protohumana no podía superar ese límite mágico si no se acopiaban (o, mejor dicho, inventaban) fuerzas y (¡sí!) herramientas más sofisticadas que las proporcionadas por los colmillos y las garras. Sin esas otras fuerzas y herramientas, denominadas «culturales», la proximidad continuada de una cifra más amplia de individuos habría resultado insostenible, por lo que cualquier capacidad de «tener en mente» a más personas que esas habría sido superflua. «Imaginar» una totalidad mayor que la realmente accesible para los sentidos era algo tan innecesario como, dadas las circunstancias, inconcebible. Las mentes no necesitaban almacenar aquello que los sentidos no tenían posibilidad de captar… Fue con la llegada de la cultura cuando debió de producirse (y, de hecho, se produjo) la superación del límite marcado por el «número de Dunbar». ¿Fue el hecho de atravesar esa barrera el primer acto de transgresión de los «límites naturales»? Y puesto que transgredir límites («naturales» o autoimpuestos) es el rasgo definitorio de la cultura y su modo de ser, ¿fue esa también el acta de nacimiento de la cultura?
Aclaremos también que, con el inicio de la secuela cultural de la evolución, el terreno de las relaciones reconociblemente «significativas» se dividió —a todos los efectos prácticos— en dos espacios correspondientes a dos tipos autónomos (aunque interrelacionados) de «significación»: la sensual/emocional o específica y la mental o abstracta. Es la primera variedad de «significación» la que supuestamente puede haber «fijado límites», pues es la que continúa dependiendo de la dotación (esencialmente inalterada) con la que la evolución ha equipado a la especie humana; la segunda variedad, sin embargo, está manifiestamente liberada de las restricciones impuestas por los «límites naturales», aunque también es eminentemente libre de fijar (y revocar o transgredir en la práctica) sus propias barreras. Buena parte de la labor de la cultura ha consistido hasta el momento (y sigue consistiendo) en dibujar y redibujar las fronteras que separan el «aquí» del «allí», el «dentro» del «fuera», el «nosotros» del «ellos», así como en subdividir y diferenciar aún más los terrenos internos de cada una de esas categorías y, dada la pluralidad de culturas y de interfaces de intervenciones culturales, esa labor consiste también en generar «áreas grises» de ambivalencia entre territorios mutuamente delimitados y, por tanto, en suscitar manzanas de la discordia que sirven, a su vez, de estímulo adicional para las ansias de delimitación fronteriza. El «número de Dunbar» es, en sí mismo, un ejemplo típico de ese ejercicio cultural de trazado de fronteras (una actividad que se remonta, según el mito etiológico de Lévi-Strauss, al «nacimiento de la cultura» misma —es decir, a la prohibición del incesto—, momento que significó la división de las mujeres en objetos sexuales permitidos y prohibidos).
Las «redes de amistades» mantenidas por vía electrónica prometían romper con las contumaces e intrépidas limitaciones a la sociabilidad fijadas por nuestra dotación genéticamente transmitida. Pues bien, según Dunbar, no lo han hecho y no lo harán: la promesa es imposible de cumplir. «Sí —dice Dunbar en el artículo de opinión que ha publicado en el New York Times del 25 de diciembre—, cualquiera puede incluir como “amigos” a quinientas, mil o hasta cinco mil personas en su página de Facebook, pero todas ellas salvo las ciento cincuenta más fundamentales serán meros voyeurs curioseando en la vida diaria del titular de la cuenta». Entre esos miles de amigos y amigas de Facebook, las «relaciones significativas» (tanto las mantenidas electrónicamente como las vividas en desconexión) quedarán circunscritas dentro de los intraspasables límites del «número de Dunbar». El verdadero servicio prestado por Facebook y los otros sitios «sociales» de su tipo es el mantenimiento de un núcleo central y constante de amigos en las condiciones de elevada movilidad, rápido movimiento y apresurado cambio del mundo actual.
Nuestros antepasados remotos lo tuvieron fácil: ellos y sus seres queridos tendían en general a habitar el mismo lugar desde que nacían hasta que morían, en estrecha proximidad mutua y al alcance y a la vista los unos de los otros. Es muy poco probable que ese fundamento que podríamos denominar «topográfico» de los lazos a largo plazo (vitalicios incluso) reaparezca y, menos aún, que sea inmune al fluir del tiempo, vulnerable como es a las vicisitudes de las historias de las vidas individuales. Pero, afortunadamente, hoy tenemos maneras de «mantenernos en contacto» que son plena y verdaderamente «extraterritoriales», y, por consiguiente, independientes del grado y la frecuencia de la proximidad física. «Facebook y otras redes sociales», y sólo ellas, a juzgar por lo que sugiere Dunbar, «nos permiten mantener amistades que, de otro modo, decaerían enseguida». Pero no terminan ahí los beneficios que nos brindan: «Nos permiten reintegrar nuestras redes, de manera que, en lugar de tener varios subgrupos inconexos de amigos, ahora somos capaces de reconstruir, aunque sea de modo virtual, algo parecido a las antiguas comunidades rurales en las que todo el mundo se conocía» (el énfasis lo he añadido). En todo caso, en lo que a la amistad respecta (o, al menos, eso es lo que Dunbar da a entender, aunque no con estas mismas palabras), la idea de que «el medio es el mensaje» lanzada en su día por Marshall McLuhan ha quedado refutada; por otra parte, sin embargo, la otra conocida sugerencia de ese mismo autor, la de la llegada de una «aldea global», sí se ha hecho realidad. «Aunque de modo virtual»…
Pero ¿no es la «virtualidad» una diferencia que marca la diferencia, valga la redundancia (una diferencia, por cierto, mucho mayor y más trascendental para la suerte de las «relaciones significativas» de lo que Dunbar está dispuesto a reconocer)? La vida en «las antiguas comunidades rurales» dificultaba ligar lazos que no estuvieran ya interconectados «por sí mismos», por así decirlo, y, en concreto, por las circunstancias propias de las personas que habitaban, unas al lado de las otras, la misma «comunidad rural». Y dificultaba en similar medida, si no más aún, desligar los lazos que ya existían, anularlos y cancelarlos, a menos que una o más de las personas entrelazadas murieran. La vida en línea, por su parte, facilita hasta extremos infantiles que «comencemos» una relación, pero también hace que resulte mucho más sencillo salir de una, al tiempo que convierte en peligrosamente simple pasar por alto la pérdida de contenido de la «relación», que se va consumiendo, que pierde intensidad y que, finalmente, se disuelve por pura falta de atención.
Hay motivos para sospechar que son precisamente esas facilidades las que han valido a las «redes sociales» la tremenda popularidad de la que gozan actualmente y las que han convertido a su autoproclamado inventor y (seguramente) principal promotor comercial, Mark Elliot Zuckerberg, en multimillonario de la noche a la mañana. Tales facilidades fueron también las que permitieron que la tendencia moderna a la ausencia de esfuerzo, la comodidad y el confort alcanzara y conquistara finalmente el hasta entonces tozuda y apasionadamente independiente territorio de los lazos humanos. Han conseguido que esa sea una región sin riesgos (o casi); han conseguido que sea imposible (o casi) que los antaño deseables permanezcan con nosotros más tiempo de la cuenta; han conseguido que nos salga a coste cero (o casi) recortar pérdidas. En definitiva, han logrado la hazaña de cuadrar el círculo, de poder tener todo sin necesidad de elegir. Al limpiar el ámbito de las interrelaciones de todos y cada uno de los compromisos y condiciones que las atenazaban, han extirpado el desagradable lunar de la indestructibilidad que anteriormente afeaba el rostro de la comunión humana.
Dunbar está en lo cierto cuando afirma que los sustitutos electrónicos de la comunicación cara a cara han modernizado la herencia que arrastrábamos desde la Edad de Piedra, adaptando y ajustando las formas y los medios del contacto humano a las exigencias de nuestra nouvel âge. Lo que parece haber pasado por alto, sin embargo, es que en el curso de dicha adaptación, esos medios y formas también se han visto considerablemente alterados y que, de resultas de ello, también ha cambiado el significado de las «relaciones significativas». O sea que también debería haberse modificado el contenido del concepto mismo del «número de Dunbar». A menos, claro está, que sea precisamente el número (y el número sin más) el que agote en sí mismo todo el contenido del concepto…
domingo, 16 de junio de 2024
La importancia de tener un fuerte propósito en la vida para nuestro cerebro
Tener un propósito fijado funciona como neuroprotección ayudando al rendimiento cognitivo
La resiliencia cognitiva se refiere a la capacidad del cerebro para hacer frente a factores estresantes, lesiones y patologías, y resistir el desarrollo de síntomas o discapacidades. Pero, ¿se trata de una competencia que se pueda entrenar?
Una nueva investigación del Marcus Institute for Aging Research, en Boston (Estados Unidos), con la colaboración de la Universidad de Barcelona, sugiere que tener un fuerte propósito en la vida puede promover la resiliencia cognitiva entre los adultos de mediana edad. Además, tener un objetivo en la vida implica cambios en la organización del cerebro, con una red cerebral específica, la red de modo por defecto dorsal, que muestra mayores conexiones funcionales dentro de sus componentes y con otras áreas cerebrales. Esto puede representar un mecanismo de neuroprotección que, en última instancia, garantice una mejor función cognitiva en la vejez.
Estos son algunos de los hallazgos del estudio, publicado en la revista 'Alzheimer's Research & Therapy'. "Los datos actuales amplían los hallazgos previos encontrados en la edad avanzada y el envejecimiento patológico, como la enfermedad de Alzheimer, revelando que tener un fuerte sentido de propósito podría conferir resiliencia ya en la mediana edad", ha apuntado el autor, Kilian Abellaneda-Pérez, del Departamento de Medicina, Facultad de Medicina y Ciencias de la Salud del Instituto de Neurociencias de la Universidad de Barcelona.
Protege al cerebro de la enfermedad"El hecho de que los individuos del grupo de mayor propósito en la vida tuvieran una mayor conectividad entre nodos específicos de la red dorsal de modo por defecto, que se correlacionaba con el rendimiento cognitivo, sugiere que tales cambios en la organización funcional del cerebro pueden representar el mecanismo por el cual un mayor propósito en la vida promueve la salud cerebral y protege al cerebro de la disfunción incluso frente al estrés, la adversidad y la enfermedad", ha afirmado el doctor Álvaro Pascual-Leone, director médico del Centro Deanna y Sidney Wolk para la Salud de la Memoria en Hebrew SeniorLife; y del Departamento de Neurología de la Facultad de Medicina de Harvard (Estados Unidos).
Asimismo, ha afirmado que también "lo emocionante" es que cada persona, "con la orientación y el apoyo adecuados", puede desarrollar y mantener un sólido sentido de propósito y contribuir así a la salud y el bienestar del cerebro.
Antecedentes
Los agentes modificadores de la enfermedad para contrarrestar el deterioro cognitivo en la vejez siguen siendo difíciles de encontrar. De ahí que sea primordial identificar factores modificables que promuevan la reserva cerebral y la resiliencia.
En el Alzheimer, la educación y la ocupación son indicadores típicos de reserva. Sin embargo, cada vez se reconoce más la importancia de los factores psicológicos, a medida que se dilucidan sus mecanismos biológicos operativos. En este sentido, se ha descubierto que el propósito en la vida, uno de los pilares del bienestar psicológico, reduce los efectos nocivos de los cambios patológicos relacionados con la enfermedad de Alzheimer sobre la cognición. Sin embargo, aún se desconoce si el propósito en la vida opera como un factor de resiliencia cognitiva en individuos de mediana edad, y cuáles son los mecanismos neurales subyacentes.
Para el estudio, se obtuvieron datos de 624 adultos de mediana edad de la cohorte de la 'Barcelona Brain Health Initiative'. Los individuos con índices de propósito en la vida más bajos y más altos, según la división de esta variable, se compararon en términos de estado cognitivo, una medida que refleja la carga cerebral (lesiones de sustancia blanca; WMLs), y la conectividad funcional en estado de reposo, examinando los parámetros de segregación de sistemas (SyS) utilizando 14 circuitos cerebrales comunes.
El estado neuropsicológico y la carga de WMLs no difirieron entre los grupos con un propósito vital. Sin embargo, en el grupo con menor nivel de objetivos en este sentido, una mayor carga de WMLs supuso un impacto negativo en las funciones ejecutivas.
Los sujetos del grupo con mayor nivel de propósito mostraron una menor segregación de sistemas de la DMN dorsal (dDMN), lo que indica una menor segregación de esta red de otros circuitos cerebrales. En concreto, los individuos con mayor objetivo de vida presentaban una mayor conectividad entre redes entre nodos específicos de la dDMN, incluyendo el córtex frontal, la formación hipocampal, la región midcingulada y el resto del cerebro. Esta mayor conectividad funcional en algunos de estos nodos fue lo que se correlacionó positivamente con el rendimiento cognitivo.
jueves, 25 de abril de 2024
Lo raro sería que fueran felices
El Informe Mundial de la Felicidad, con encuestas en 143 países, desvela que los jóvenes de entre 15 y 25 años son cada vez más infelices y lo son en mayor proporción que los mayores.
Con frecuencia, por pereza o por falta de imaginación, establecemos vínculos absurdos. Por ejemplo, asociamos adversidad con infelicidad, cuando realmente puede ser incluso lo contrario, según qué casos. Hay personas que solo descubren su propósito en la adversidad. Porque la felicidad, de hecho, está más emparentada con la conciencia de los márgenes de nuestro mundo y la capacidad de maniobrar en ellos que con la ausencia de un marco o, sobre todo, la falta de un propósito.
Al hablar de su infancia miserable, el cineasta Werner Herzog se rebela contra la condescendencia retrospectiva hacia el «pobre boomer»: «Todos mis amigos que crecieron en Múnich recuerdan con entusiasmo los años de la posguerra. Tenían verdaderos patios de recreo para sus aventuras (…) Tenían que hacerse responsables de sí mismos a una edad muy temprana y estaban entusiasmados con ello. Sigo oyendo voces que se compadecen de estos niños, pero eso no se corresponde con la realidad de sus experiencias. Al igual que yo en las montañas, los niños de ciudad de los primeros años de la posguerra tuvieron la infancia más maravillosa que cabe imaginar».
Herzog creció feliz entre los cascotes de un país demolido y el asedio cotidiano del hambre. Parece ridículo, contraintuitivo, pensar que los niños de hoy puedan ser más infelices, mucho más, de hecho, que aquellos salvajes harapientos. El Informe Mundial de la Felicidad, con encuestas en 143 países, desvela, un año más, lo que ya intuimos a pie de calle: los jóvenes de entre 15 y 25 años son cada vez más infelices y lo son en mayor proporción que los mayores, revirtiendo la tendencia anterior a 2017. El colapso de la felicidad es más acusado en España que en otros países del entorno.
El colapso de la felicidad es más acusado en España que en otros países del entorno
Llevo unos días leyendo interpretaciones «materiales» del asunto: las redes sociales (es evidente), la falta de acceso a la vivienda, el desempleo y la caída de los sueldos. Pero igual que es absurdo vincular adversidad con infelicidad, es empobrecedor e ingenuo pensar que un contexto de depresión material explica por sí solo una tendencia tan tremenda como esta. Antes de que vinieran mal dadas ya se venía fraguando algo mucho más devastador, una inmensa atonía que tiene más que ver con la falta de sentido y propósito que con los indicadores de bienestar.
Decía Camus que hay que imaginar a Sísifo feliz. Suena aberrante, pero es clarividente. Sísifo, al menos, tiene un propósito. Trabaja dentro de un marco, conoce sus límites y qué se espera de él. En caso de rebelarse, sabría contra qué hacerlo. Viktor Frankl opinaba que «el hombre se autorrealiza en la misma medida en que se compromete con el cumplimiento del sentido de su vida». Es en ese sentido que cita a Nietzsche: «Quien tiene un por qué puede soportar casi cualquier cómo». Para los pequeños boomer de posguerra la miseria era un incentivo para responsabilizarse de su mundo, sacarse las castañas del fuego. Eran, como suele decirse, pobres pero felices porque sabían, intuían al menos, hacia dónde debían ir.
Ahora consideremos el caso de nuestros jóvenes. ¿Qué tienen aparte de dos o tres cosas tangibles y un aceptable bienestar material? ¿Cuáles son sus «porqués»? Su infelicidad, creo, radica en su falta de propósito, en la enorme ignorancia de su entorno. Durante años han asistido, tomando nota mental, al desmontaje de todos los sentidos, de cada uno de los referentes y asideros.
Les han dicho que el pasado es matizable e incluso condenable, que el presente es una construcción de su voluntad pero que el futuro de todos modos no existe. Les han dicho que su género es lábil, que su amor es líquido, que la meritocracia no existe, que la formación es un trámite, que todo es problematizable y todo es patológico, que todas las cosas se crean de cero en base a una afirmación espontánea, sin relación con los demás, sin contexto. Les han eximido de responsabilidad y de autonomía real, porque la autonomía solo existe donde hay límites contrastables, en base a esos límites. Les han infantilizado por encima de sus posibilidades, les han capado el proceso de maduración, la propia idea de maduración, brindándoles la apariencia de una infancia alargada hasta donde quieran. Les han dicho que podían ser lo que quisieran ser aunque luego, en la arena común, nadie quiera de ellos nada de lo que sueñen con ser. Les han mentido.
La vida es odiosamente performativa: la construyes a tu modo sin manual de instrucciones
Han desencantado su mundo, lo han vaciado de sentido, han ido cuestionando primero, revisando después y finalmente demoliendo cada uno de los viejos mojones del itinerario. Los han condenado a una existencia sin amarres, novísima y en bucle, donde no hay propósito porque no hay linealidad. No existen los caminos entre los que escoger porque todos llevan al vacío. Tampoco existen los referentes ni las recetas del pasado. La vida es odiosamente performativa: la construyes a tu modo sin manual de instrucciones.
Realmente los han lanzado a una libertad impotente, la peor de las libertades, la que se hace de proclamas sobre el alambre de un funambulista. Ahí arriba, penduleando entre dos abismos, le han dicho: ahora escoge tu camino, eres inmensamente libre.
No concibo otra manera de rebelarse ante tanta frivolidad durante tanto tiempo por parte de tanta gente que no sea la de los jóvenes de hoy: la anhedonia, la ansiedad y la depresión. Su respuesta a tanto estímulo falaz, agravada por el contexto de decadencia general, es la más lógica posible: sentarse a llorar en el sofá (a llorar y a postearlo) hasta que alguien les diga qué se supone que se pretende de ellos en una sociedad en la que cada quién se construye solo para sí.
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