miércoles, 3 de julio de 2024

Los amigos que uno tiene y los que uno cree tener | por Zygmunt Bauman

"Nuestros antepasados remotos lo tuvieron fácil: ellos y sus seres queridos tendían en general a habitar el mismo lugar desde que nacían hasta que morían, en estrecha proximidad mutua y al alcance y a la vista los unos de los otros." Zygmunt Bauman

Artículo del filósofo y sociologo inglés Zygmunt Bauman, sobre algunos espejismos de la amistad a lo largo de la historia y sobretodo en particular en el siglo XXI.   

El profesor Robin Dunbar, antropólogo evolutivo de la Universidad de Oxford, insiste en que «nuestras mentes no han sido diseñadas [por la evolución] para que, en nuestro mundo social, quepa más que un muy limitado número de personas». 


Dunbar ha calculado en realidad esa cifra: según él, «la mayoría de nosotros podemos mantener solamente en torno a ciento cincuenta relaciones mínimamente significativas». No es de extrañar que él mismo haya denominado ese límite — impuesto por la evolución (biológica)— el «número de Dunbar». Ese centenar y medio es, podríamos decir, el número que alcanzaron nuestros antepasados remotos a través de la evolución biológica y que esta no logró superar. A partir de ahí, dejó el terreno libre a su mucho más ágil y diestra (pero, sobre todo, más rica en recursos y menos paciente) sucesora: la llamada «evolución cultural» (es decir, aquella provocada, moldeada e impulsada por los propios seres humanos, que pone en juego los procesos de enseñanza y aprendizaje, en vez de los cambios en la disposición de los genes). 

Aclaremos que ciento cincuenta era probablemente el número máximo de criaturas que podían juntarse, permanecer juntas y cooperar de manera provechosa cuando la supervivencia del grupo dependía únicamente de la caza y la recolección; el tamaño de una manada protohumana no podía superar ese límite mágico si no se acopiaban (o, mejor dicho, inventaban) fuerzas y (¡sí!) herramientas más sofisticadas que las proporcionadas por los colmillos y las garras. Sin esas otras fuerzas y herramientas, denominadas «culturales», la proximidad continuada de una cifra más amplia de individuos habría resultado insostenible, por lo que cualquier capacidad de «tener en mente» a más personas que esas habría sido superflua. «Imaginar» una totalidad mayor que la realmente accesible para los sentidos era algo tan innecesario como, dadas las circunstancias, inconcebible. Las mentes no necesitaban almacenar aquello que los sentidos no tenían posibilidad de captar… Fue con la llegada de la cultura cuando debió de producirse (y, de hecho, se produjo) la superación del límite marcado por el «número de Dunbar». ¿Fue el hecho de atravesar esa barrera el primer acto de transgresión de los «límites naturales»? Y puesto que transgredir límites («naturales» o autoimpuestos) es el rasgo definitorio de la cultura y su modo de ser, ¿fue esa también el acta de nacimiento de la cultura? 

Aclaremos también que, con el inicio de la secuela cultural de la evolución, el terreno de las relaciones reconociblemente «significativas» se dividió —a todos los efectos prácticos— en dos espacios correspondientes a dos tipos autónomos (aunque interrelacionados) de «significación»: la sensual/emocional o específica y la mental o abstracta. Es la primera variedad de «significación» la que supuestamente puede haber «fijado límites», pues es la que continúa dependiendo de la dotación (esencialmente inalterada) con la que la evolución ha equipado a la especie humana; la segunda variedad, sin embargo, está manifiestamente liberada de las restricciones impuestas por los «límites naturales», aunque también es eminentemente libre de fijar (y revocar o transgredir en la práctica) sus propias barreras. Buena parte de la labor de la cultura ha consistido hasta el momento (y sigue consistiendo) en dibujar y redibujar las fronteras que separan el «aquí» del «allí», el «dentro» del «fuera», el «nosotros» del «ellos», así como en subdividir y diferenciar aún más los terrenos internos de cada una de esas categorías y, dada la pluralidad de culturas y de interfaces de intervenciones culturales, esa labor consiste también en generar «áreas grises» de ambivalencia entre territorios mutuamente delimitados y, por tanto, en suscitar manzanas de la discordia que sirven, a su vez, de estímulo adicional para las ansias de delimitación fronteriza. El «número de Dunbar» es, en sí mismo, un ejemplo típico de ese ejercicio cultural de trazado de fronteras (una actividad que se remonta, según el mito etiológico de Lévi-Strauss, al «nacimiento de la cultura» misma —es decir, a la prohibición del incesto—, momento que significó la división de las mujeres en objetos sexuales permitidos y prohibidos). 

Las «redes de amistades» mantenidas por vía electrónica prometían romper con las contumaces e intrépidas limitaciones a la sociabilidad fijadas por nuestra dotación genéticamente transmitida. Pues bien, según Dunbar, no lo han hecho y no lo harán: la promesa es imposible de cumplir. «Sí —dice Dunbar en el artículo de opinión que ha publicado en el New York Times del 25 de diciembre—, cualquiera puede incluir como “amigos” a quinientas, mil o hasta cinco mil personas en su página de Facebook, pero todas ellas salvo las ciento cincuenta más fundamentales serán meros voyeurs curioseando en la vida diaria del titular de la cuenta». Entre esos miles de amigos y amigas de Facebook, las «relaciones significativas» (tanto las mantenidas electrónicamente como las vividas en desconexión) quedarán circunscritas dentro de los intraspasables límites del «número de Dunbar». El verdadero servicio prestado por Facebook y los otros sitios «sociales» de su tipo es el mantenimiento de un núcleo central y constante de amigos en las condiciones de elevada movilidad, rápido movimiento y apresurado cambio del mundo actual. 

Nuestros antepasados remotos lo tuvieron fácil: ellos y sus seres queridos tendían en general a habitar el mismo lugar desde que nacían hasta que morían, en estrecha proximidad mutua y al alcance y a la vista los unos de los otros. Es muy poco probable que ese fundamento que podríamos denominar «topográfico» de los lazos a largo plazo (vitalicios incluso) reaparezca y, menos aún, que sea inmune al fluir del tiempo, vulnerable como es a las vicisitudes de las historias de las vidas individuales. Pero, afortunadamente, hoy tenemos maneras de «mantenernos en contacto» que son plena y verdaderamente «extraterritoriales», y, por consiguiente, independientes del grado y la frecuencia de la proximidad física. «Facebook y otras redes sociales», y sólo ellas, a juzgar por lo que sugiere Dunbar, «nos permiten mantener amistades que, de otro modo, decaerían enseguida». Pero no terminan ahí los beneficios que nos brindan: «Nos permiten reintegrar nuestras redes, de manera que, en lugar de tener varios subgrupos inconexos de amigos, ahora somos capaces de reconstruir, aunque sea de modo virtual, algo parecido a las antiguas comunidades rurales en las que todo el mundo se conocía» (el énfasis lo he añadido). En todo caso, en lo que a la amistad respecta (o, al menos, eso es lo que Dunbar da a entender, aunque no con estas mismas palabras), la idea de que «el medio es el mensaje» lanzada en su día por Marshall McLuhan ha quedado refutada; por otra parte, sin embargo, la otra conocida sugerencia de ese mismo autor, la de la llegada de una «aldea global», sí se ha hecho realidad. «Aunque de modo virtual»… 

Pero ¿no es la «virtualidad» una diferencia que marca la diferencia, valga la redundancia (una diferencia, por cierto, mucho mayor y más trascendental para la suerte de las «relaciones significativas» de lo que Dunbar está dispuesto a reconocer)? La vida en «las antiguas comunidades rurales» dificultaba ligar lazos que no estuvieran ya interconectados «por sí mismos», por así decirlo, y, en concreto, por las circunstancias propias de las personas que habitaban, unas al lado de las otras, la misma «comunidad rural». Y dificultaba en similar medida, si no más aún, desligar los lazos que ya existían, anularlos y cancelarlos, a menos que una o más de las personas entrelazadas murieran. La vida en línea, por su parte, facilita hasta extremos infantiles que «comencemos» una relación, pero también hace que resulte mucho más sencillo salir de una, al tiempo que convierte en peligrosamente simple pasar por alto la pérdida de contenido de la «relación», que se va consumiendo, que pierde intensidad y que, finalmente, se disuelve por pura falta de atención. 

Hay motivos para sospechar que son precisamente esas facilidades las que han valido a las «redes sociales» la tremenda popularidad de la que gozan actualmente y las que han convertido a su autoproclamado inventor y (seguramente) principal promotor comercial, Mark Elliot Zuckerberg, en multimillonario de la noche a la mañana. Tales facilidades fueron también las que permitieron que la tendencia moderna a la ausencia de esfuerzo, la comodidad y el confort alcanzara y conquistara finalmente el hasta entonces tozuda y apasionadamente independiente territorio de los lazos humanos. Han conseguido que esa sea una región sin riesgos (o casi); han conseguido que sea imposible (o casi) que los antaño deseables permanezcan con nosotros más tiempo de la cuenta; han conseguido que nos salga a coste cero (o casi) recortar pérdidas. En definitiva, han logrado la hazaña de cuadrar el círculo, de poder tener todo sin necesidad de elegir. Al limpiar el ámbito de las interrelaciones de todos y cada uno de los compromisos y condiciones que las atenazaban, han extirpado el desagradable lunar de la indestructibilidad que anteriormente afeaba el rostro de la comunión humana. 

Dunbar está en lo cierto cuando afirma que los sustitutos electrónicos de la comunicación cara a cara han modernizado la herencia que arrastrábamos desde la Edad de Piedra, adaptando y ajustando las formas y los medios del contacto humano a las exigencias de nuestra nouvel âge. Lo que parece haber pasado por alto, sin embargo, es que en el curso de dicha adaptación, esos medios y formas también se han visto considerablemente alterados y que, de resultas de ello, también ha cambiado el significado de las «relaciones significativas». O sea que también debería haberse modificado el contenido del concepto mismo del «número de Dunbar». A menos, claro está, que sea precisamente el número (y el número sin más) el que agote en sí mismo todo el contenido del concepto… 


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domingo, 16 de junio de 2024

La importancia de tener un fuerte propósito en la vida para nuestro cerebro

Tener un propósito fijado funciona como neuroprotección ayudando al rendimiento cognitivo

La resiliencia cognitiva se refiere a la capacidad del cerebro para hacer frente a factores estresantes, lesiones y patologías, y resistir el desarrollo de síntomas o discapacidades. Pero, ¿se trata de una competencia que se pueda entrenar?

Una nueva investigación del Marcus Institute for Aging Research, en Boston (Estados Unidos), con la colaboración de la Universidad de Barcelona, sugiere que tener un fuerte propósito en la vida puede promover la resiliencia cognitiva entre los adultos de mediana edad. Además, tener un objetivo en la vida implica cambios en la organización del cerebro, con una red cerebral específica, la red de modo por defecto dorsal, que muestra mayores conexiones funcionales dentro de sus componentes y con otras áreas cerebrales. Esto puede representar un mecanismo de neuroprotección que, en última instancia, garantice una mejor función cognitiva en la vejez.

Estos son algunos de los hallazgos del estudio, publicado en la revista 'Alzheimer's Research & Therapy'. "Los datos actuales amplían los hallazgos previos encontrados en la edad avanzada y el envejecimiento patológico, como la enfermedad de Alzheimer, revelando que tener un fuerte sentido de propósito podría conferir resiliencia ya en la mediana edad", ha apuntado el autor, Kilian Abellaneda-Pérez, del Departamento de Medicina, Facultad de Medicina y Ciencias de la Salud del Instituto de Neurociencias de la Universidad de Barcelona.

Protege al cerebro de la enfermedad

"El hecho de que los individuos del grupo de mayor propósito en la vida tuvieran una mayor conectividad entre nodos específicos de la red dorsal de modo por defecto, que se correlacionaba con el rendimiento cognitivo, sugiere que tales cambios en la organización funcional del cerebro pueden representar el mecanismo por el cual un mayor propósito en la vida promueve la salud cerebral y protege al cerebro de la disfunción incluso frente al estrés, la adversidad y la enfermedad", ha afirmado el doctor Álvaro Pascual-Leone, director médico del Centro Deanna y Sidney Wolk para la Salud de la Memoria en Hebrew SeniorLife; y del Departamento de Neurología de la Facultad de Medicina de Harvard (Estados Unidos).

Asimismo, ha afirmado que también "lo emocionante" es que cada persona, "con la orientación y el apoyo adecuados", puede desarrollar y mantener un sólido sentido de propósito y contribuir así a la salud y el bienestar del cerebro.

Antecedentes

Los agentes modificadores de la enfermedad para contrarrestar el deterioro cognitivo en la vejez siguen siendo difíciles de encontrar. De ahí que sea primordial identificar factores modificables que promuevan la reserva cerebral y la resiliencia.

En el Alzheimer, la educación y la ocupación son indicadores típicos de reserva. Sin embargo, cada vez se reconoce más la importancia de los factores psicológicos, a medida que se dilucidan sus mecanismos biológicos operativos. En este sentido, se ha descubierto que el propósito en la vida, uno de los pilares del bienestar psicológico, reduce los efectos nocivos de los cambios patológicos relacionados con la enfermedad de Alzheimer sobre la cognición. Sin embargo, aún se desconoce si el propósito en la vida opera como un factor de resiliencia cognitiva en individuos de mediana edad, y cuáles son los mecanismos neurales subyacentes.

Para el estudio, se obtuvieron datos de 624 adultos de mediana edad de la cohorte de la 'Barcelona Brain Health Initiative'. Los individuos con índices de propósito en la vida más bajos y más altos, según la división de esta variable, se compararon en términos de estado cognitivo, una medida que refleja la carga cerebral (lesiones de sustancia blanca; WMLs), y la conectividad funcional en estado de reposo, examinando los parámetros de segregación de sistemas (SyS) utilizando 14 circuitos cerebrales comunes.


El estado neuropsicológico y la carga de WMLs no difirieron entre los grupos con un propósito vital. Sin embargo, en el grupo con menor nivel de objetivos en este sentido, una mayor carga de WMLs supuso un impacto negativo en las funciones ejecutivas.

Los sujetos del grupo con mayor nivel de propósito mostraron una menor segregación de sistemas de la DMN dorsal (dDMN), lo que indica una menor segregación de esta red de otros circuitos cerebrales. En concreto, los individuos con mayor objetivo de vida presentaban una mayor conectividad entre redes entre nodos específicos de la dDMN, incluyendo el córtex frontal, la formación hipocampal, la región midcingulada y el resto del cerebro. Esta mayor conectividad funcional en algunos de estos nodos fue lo que se correlacionó positivamente con el rendimiento cognitivo.


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jueves, 25 de abril de 2024

Lo raro sería que fueran felices

El Informe Mundial de la Felicidad, con encuestas en 143 países, desvela que los jóvenes de entre 15 y 25 años son cada vez más infelices y lo son en mayor proporción que los mayores.

Con frecuencia, por pereza o por falta de imaginación, establecemos vínculos absurdos. Por ejemplo, asociamos adversidad con infelicidad, cuando realmente puede ser incluso lo contrario, según qué casos. Hay personas que solo descubren su propósito en la adversidad. Porque la felicidad, de hecho, está más emparentada con la conciencia de los márgenes de nuestro mundo y la capacidad de maniobrar en ellos que con la ausencia de un marco o, sobre todo, la falta de un propósito.

Al hablar de su infancia miserable, el cineasta Werner Herzog se rebela contra la condescendencia retrospectiva hacia el «pobre boomer»: «Todos mis amigos que crecieron en Múnich recuerdan con entusiasmo los años de la posguerra. Tenían verdaderos patios de recreo para sus aventuras (…) Tenían que hacerse responsables de sí mismos a una edad muy temprana y estaban entusiasmados con ello. Sigo oyendo voces que se compadecen de estos niños, pero eso no se corresponde con la realidad de sus experiencias. Al igual que yo en las montañas, los niños de ciudad de los primeros años de la posguerra tuvieron la infancia más maravillosa que cabe imaginar».


Herzog creció feliz entre los cascotes de un país demolido y el asedio cotidiano del hambre. Parece ridículo, contraintuitivo, pensar que los niños de hoy puedan ser más infelices, mucho más, de hecho, que aquellos salvajes harapientos. El Informe Mundial de la Felicidad, con encuestas en 143 países, desvela, un año más, lo que ya intuimos a pie de calle: los jóvenes de entre 15 y 25 años son cada vez más infelices y lo son en mayor proporción que los mayores, revirtiendo la tendencia anterior a 2017. El colapso de la felicidad es más acusado en España que en otros países del entorno.

El colapso de la felicidad es más acusado en España que en otros países del entorno

Llevo unos días leyendo interpretaciones «materiales» del asunto: las redes sociales (es evidente), la falta de acceso a la vivienda, el desempleo y la caída de los sueldos. Pero igual que es absurdo vincular adversidad con infelicidad, es empobrecedor e ingenuo pensar que un contexto de depresión material explica por sí solo una tendencia tan tremenda como esta. Antes de que vinieran mal dadas ya se venía fraguando algo mucho más devastador, una inmensa atonía que tiene más que ver con la falta de sentido y propósito que con los indicadores de bienestar.

Decía Camus que hay que imaginar a Sísifo feliz. Suena aberrante, pero es clarividente. Sísifo, al menos, tiene un propósito. Trabaja dentro de un marco, conoce sus límites y qué se espera de él. En caso de rebelarse, sabría contra qué hacerlo. Viktor Frankl opinaba que «el hombre se autorrealiza en la misma medida en que se compromete con el cumplimiento del sentido de su vida». Es en ese sentido que cita a Nietzsche: «Quien tiene un por qué puede soportar casi cualquier cómo». Para los pequeños boomer de posguerra la miseria era un incentivo para responsabilizarse de su mundo, sacarse las castañas del fuego. Eran, como suele decirse, pobres pero felices porque sabían, intuían al menos, hacia dónde debían ir.

Ahora consideremos el caso de nuestros jóvenes. ¿Qué tienen aparte de dos o tres cosas tangibles y un aceptable bienestar material? ¿Cuáles son sus «porqués»? Su infelicidad, creo, radica en su falta de propósito, en la enorme ignorancia de su entorno. Durante años han asistido, tomando nota mental, al desmontaje de todos los sentidos, de cada uno de los referentes y asideros.

Les han dicho que el pasado es matizable e incluso condenable, que el presente es una construcción de su voluntad pero que el futuro de todos modos no existe. Les han dicho que su género es lábil, que su amor es líquido, que la meritocracia no existe, que la formación es un trámite, que todo es problematizable y todo es patológico, que todas las cosas se crean de cero en base a una afirmación espontánea, sin relación con los demás, sin contexto. Les han eximido de responsabilidad y de autonomía real, porque la autonomía solo existe donde hay límites contrastables, en base a esos límites. Les han infantilizado por encima de sus posibilidades, les han capado el proceso de maduración, la propia idea de maduración, brindándoles la apariencia de una infancia alargada hasta donde quieran. Les han dicho que podían ser lo que quisieran ser aunque luego, en la arena común, nadie quiera de ellos nada de lo que sueñen con ser. Les han mentido.

La vida es odiosamente performativa: la construyes a tu modo sin manual de instrucciones

Han desencantado su mundo, lo han vaciado de sentido, han ido cuestionando primero, revisando después y finalmente demoliendo cada uno de los viejos mojones del itinerario. Los han condenado a una existencia sin amarres, novísima y en bucle, donde no hay propósito porque no hay linealidad. No existen los caminos entre los que escoger porque todos llevan al vacío. Tampoco existen los referentes ni las recetas del pasado. La vida es odiosamente performativa: la construyes a tu modo sin manual de instrucciones.

Realmente los han lanzado a una libertad impotente, la peor de las libertades, la que se hace de proclamas sobre el alambre de un funambulista. Ahí arriba, penduleando entre dos abismos, le han dicho: ahora escoge tu camino, eres inmensamente libre.

No concibo otra manera de rebelarse ante tanta frivolidad durante tanto tiempo por parte de tanta gente que no sea la de los jóvenes de hoy: la anhedonia, la ansiedad y la depresión. Su respuesta a tanto estímulo falaz, agravada por el contexto de decadencia general, es la más lógica posible: sentarse a llorar en el sofá (a llorar y a postearlo) hasta que alguien les diga qué se supone que se pretende de ellos en una sociedad en la que cada quién se construye solo para sí.

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martes, 2 de abril de 2024

Por qué caminar nos ayuda a pensar

Desde al menos la época de los filósofos griegos, muchos escritores han descubierto una profunda conexión intuitiva entre caminar, pensar y escribir.

En el número de Navidad de 1969 de Vogue, Vladimir Nabokov ofreció algunos consejos para enseñar "Ulises" de James Joyce: "En lugar de perpetuar la pretenciosa tontería de los encabezados de capítulos homéricos, cromáticos y viscerales, los instructores deberían preparar mapas de Dublín con los itinerarios entrelazados de Bloom y Stephen claramente trazados". Él mismo dibujó uno encantador. Varias décadas después, un profesor de inglés del Boston College llamado Joseph Nugent y sus colegas crearon un mapa de Google anotado que sigue los pasos de Stephen Dedalus y Leopold Bloom. La Sociedad Virginia Woolf de Gran Bretaña, así como los estudiantes del Instituto de Tecnología de Georgia, también han reconstruido los caminos de los caminantes londinenses en 'La señoraDalloway'.  

 Estos mapas aclaran cuánto dependen estas novelas de una curiosa conexión entre la mente y los pies. Joyce y Woolf fueron escritores que transformaron el mercurio de la conciencia en papel y tinta. Para lograr esto, enviaron a sus personajes a dar paseos por la ciudad. Mientras la señora Dalloway camina, no solo percibe la ciudad a su alrededor. Más bien, ella se sumerge en su pasado, remodelando Londres en un paisaje mental altamente texturizado, "inventándolo, construyéndolo a su alrededor, dándole vueltas, creándolo en cada momento de nuevo".

Desde al menos la época de los filósofos griegos peripatéticos, muchos otros escritores han descubierto una profunda conexión intuitiva entre caminar, pensar y escribir. (De hecho, Adam Gopnik escribió sobre caminar en The New Yorker hace solo dos semanas). "¡Qué vano es sentarse a escribir cuando no te has levantado a vivir!" escribió Henry David Thoreau en su diario. "Me parece que en el momento en que mis piernas comienzan a moverse, mis pensamientos empiezan a fluir". Thomas DeQuincey ha calculado que William Wordsworth, cuya poesía está llena de caminatas por montañas, bosques y carreteras públicas, caminó hasta ciento ochenta mil millas en su vida, lo que equivale a un promedio de seis millas y media al día a partir de los cinco años.

¿Qué es específicamente lo que hace que caminar sea tan propicio para pensar y escribir? La respuesta comienza con los cambios en nuestra química. Cuando salimos a caminar, el corazón late más rápido, circulando más sangre y oxígeno no solo hacia los músculos, sino hacia todos los órganos, incluido el cerebro. Muchos experimentos han demostrado que después o durante el ejercicio, incluso un esfuerzo muy leve, las personas rinden mejor en pruebas de memoria y atención. Caminar regularmente también promueve nuevas conexiones entre las células cerebrales, evita el deterioro habitual del tejido cerebral que viene con la edad, aumenta el volumen del hipocampo (una región cerebral crucial para la memoria) y eleva los niveles de moléculas que estimulan el crecimiento de nuevas neuronas y transmiten mensajes entre ellas.

La forma en que movemos nuestros cuerpos también cambia la naturaleza de nuestros pensamientos y viceversa. Los psicólogos especializados en música para el ejercicio han cuantificado lo que muchos de nosotros ya sabemos: escuchar canciones con ritmos rápidos nos motiva a correr más rápido, y cuanto más rápido nos movemos, más rápido preferimos nuestra música. Del mismo modo, cuando los conductores escuchan música alta y rápida, inconscientemente presionan un poco más el pedal del acelerador. Caminar a nuestro propio ritmo crea un bucle de retroalimentación inalterado entre el ritmo de nuestros cuerpos y nuestro estado mental, algo que no podemos experimentar tan fácilmente cuando corremos en el gimnasio, conducimos un automóvil, andamos en bicicleta o en cualquier otro tipo de locomoción. Cuando paseamos, el ritmo de nuestros pies vacila naturalmente con nuestros estados de ánimo y la cadencia de nuestro discurso interno; al mismo tiempo, podemos cambiar activamente el ritmo de nuestros pensamientos al caminar deliberadamente con más agilidad o al desacelerar.

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Debido a que no tenemos que dedicar mucho esfuerzo consciente al acto de caminar, nuestra atención está libre para divagar, para superponer el mundo ante nosotros con un desfile de imágenes del teatro de la mente. Este es precisamente el tipo de estado mental que los estudios han relacionado con ideas innovadoras e inspiraciones repentinas. A principios de este año, Marily Oppezzo y Daniel Schwartz de Stanford publicaron lo que probablemente sea el primer conjunto de estudios que miden directamente cómo caminar cambia la creatividad en el momento. Se les ocurrió la idea para los estudios mientras caminaban. "Mi asesor de doctorado tenía la costumbre de salir a caminar con sus estudiantes para hacer tormenta de ideas", dice Oppezzo de Schwartz. "Un día nos volvimos algo meta".

En una serie de cuatro experimentos, Oppezzo y Schwartz pidieron a ciento setenta y seis estudiantes universitarios que completaran diferentes pruebas de pensamiento creativo mientras estaban sentados, caminando en una cinta de correr o paseando por el campus de Stanford. En una prueba, por ejemplo, los voluntarios tenían que encontrar usos atípicos para objetos cotidianos, como un botón o una llanta. En promedio, los estudiantes pensaron entre cuatro y seis usos más novedosos para los objetos cuando estaban caminando que cuando estaban sentados. Otro experimento requería que los voluntarios contemplaran una metáfora, como "un capullo en ciernes", y generaran una metáfora única pero equivalente, como "un huevo que se incuba". El noventa y cinco por ciento de los estudiantes que salieron a caminar pudieron hacerlo, en comparación con solo el cincuenta por ciento de aquellos que nunca se levantaron. Pero caminar realmente empeoró el rendimiento de las personas en un tipo diferente de prueba, en la que los estudiantes tenían que encontrar la única palabra que unía a un conjunto de tres, como "queso" para "cabaña, crema y pastel". Oppezzo especula que, al dejar que la mente se pierda en un mar de pensamientos agitados, caminar es contraproducente para un pensamiento enfocado y centrado: "Si estás buscando una única respuesta correcta a una pregunta, probablemente no quieras que todas estas ideas diferentes broten".

También importa dónde caminamos. En un estudio dirigido por Marc Berman de la Universidad de Carolina del Sur, los estudiantes que pasearon por un arboreto mejoraron su rendimiento en una prueba de memoria más que los estudiantes que caminaron por las calles de la ciudad. Un pequeño pero creciente conjunto de estudios sugiere que pasar tiempo en espacios verdes, como jardines, parques y bosques, puede rejuvenecer los recursos mentales que los entornos artificiales agotan. Los psicólogos han aprendido que la atención es un recurso limitado que se agota continuamente a lo largo del día. Una intersección abarrotada, llena de peatones, automóviles y anuncios, hace que nuestra atención salte de un lado a otro. En contraste, caminar junto a un estanque en un parque permite que nuestra mente divague casualmente de una experiencia sensorial a otra, desde el agua rizada hasta los juncos que se mecen.

Sin embargo, las caminatas urbanas y campestres probablemente ofrecen ventajas únicas para la mente. Un paseo por una ciudad proporciona una estimulación más inmediata, una mayor variedad de sensaciones con las que la mente puede jugar. Pero si ya estamos al borde de la sobreestimulación, podemos recurrir a la naturaleza en su lugar. Woolf disfrutaba de la energía creativa de las calles de Londres, describiéndola en su diario como "estar en la cresta más alta de la ola más grande, justo en el centro y nadar de las cosas". Pero también dependía de sus caminatas por los South Downs de Inglaterra para "tener espacio para desplegar mi mente". Y, en su juventud, a menudo viajaba a Cornualles en verano, donde le encantaba "pasar las tardes dando vueltas en solitario" por el campo.

Quizás la relación más profunda entre caminar, pensar y escribir se revela al final de un paseo, de vuelta en el escritorio. Allí, se hace evidente que escribir y caminar son actividades extremadamente similares, partes iguales físicas y mentales. Cuando elegimos un camino a través de una ciudad o un bosque, nuestro cerebro debe examinar el entorno circundante, construir un mapa mental del mundo, decidir un camino a seguir y traducir ese plan en una serie de pasos. Del mismo modo, escribir obliga al cerebro a revisar su propio paisaje, trazar un curso a través de ese terreno mental y transcribir el sendero resultante de pensamientos al guiar las manos. Caminar organiza el mundo que nos rodea; escribir organiza nuestros pensamientos. En última instancia, los mapas como el que dibujó Nabokov son recursivos: son mapas de mapas.

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domingo, 24 de marzo de 2024

El futuro del aprendizaje está funcionando: Cómo potenciar el desarrollo de habilidades en el lugar de trabajo

Estamos viviendo uno de los cambios más profundos en la naturaleza del trabajo y los negocios en la historia humana. En 1975, más del 80% del valor de mercado de las compañías del S&P 500 eran activos tangibles como fábricas. Hoy en día, eso ha cambiado, y más del 80% está representado por activos no físicos como datos o software.

Esto se debe a una aceleración exponencial en el desarrollo tecnológico. El rápido aumento de las herramientas de inteligencia artificial generativa que están transformando la forma en que trabajamos; el cambio hacia la priorización de la energía verde y el desarrollo neutral en carbono; avances en la recopilación y análisis de datos mediante el aprendizaje automático.

Estos avances pueden generar un aumento de productividad y resolver enormes desafíos globales y sociales. Pero también pueden potencialmente excluir a millones del mundo laboral. Muchos trabajadores enfrentan ahora el riesgo real de desplazamiento con el auge de la inteligencia artificial generativa, y según un análisis de McKinsey, hasta 400 millones de empleos están en peligro. Esta amenaza no se distribuye de manera equitativa: la investigación de Multiverse y el Burning Glass Institute muestra que las ocupaciones de alta rotación y bajos salarios son mucho más susceptibles a la automatización.

Esto ejerce presión sobre un sistema educativo tradicional que ya está resquebrajado. Siempre ha existido una brecha sustancial entre lo que se enseña en la escuela y la universidad y lo que se necesita en el mundo laboral. Lo escuchamos regularmente de los empleadores. Los líderes empresariales dicen cada vez más que los graduados están calificados en teoría pero no en la práctica: necesitan un promedio de 11 meses de entrenamiento en el trabajo antes de ser completamente efectivos en su papel.

Ahora, esa brecha se está convirtiendo en un abismo. El lugar de trabajo exige habilidades adecuadas para la década de 2020 en adelante, como la capacidad para utilizar inteligencia artificial, desarrollar software y gestionar bases de datos. Pero las escuelas y universidades siguen enseñando planes de estudio que se centran más en el conocimiento que en las habilidades, en un estilo que ha evolucionado poco desde la década de 1990.

Esta desconexión entre la educación y el trabajo crea la impresión de que la educación es el viaje y el trabajo es el destino. El sistema intenta ofrecer 21 años de aprendizaje, seguidos de 45 años de trabajo con pocas oportunidades para continuar ese aprendizaje. De hecho, el 47% de los trabajadores no ha recibido formación en el lugar de trabajo en los últimos cinco años.

En esta era de transformación digital, el aprendizaje debe ser continuo. La educación y el trabajo pueden coexistir: trabajar en conjunto para guiar continuamente las carreras de las personas mientras llevan a las empresas y la sociedad hacia el crecimiento económico. Esto es el aprendizaje basado en el trabajo: formación fundamentada en la práctica, no en la teoría, y enseñada en un entorno aplicado. Bien hecho, este estilo de aprendizaje enfatiza las habilidades más relevantes para los trabajos, permitiendo así la movilidad económica.

Y lo más importante de todo, crea oportunidades equitativas al garantizar que la educación no esté disponible solo para aquellos que pueden pagarla o tomarse tiempo fuera del trabajo. El aprendizaje basado en el trabajo, a diferencia del aprendizaje en el aula, puede ser continuo y entregarse a lo largo de toda una carrera, según sea necesario.

Hacer que el aprendizaje basado en el trabajo sea accesible para todos será transformador para individuos, empresas y sociedades. Pero también será desafiante y requerirá la fuerza combinada y la voluntad de formuladores de políticas, líderes empresariales y educadores.

Aquí hay ejemplos sólidos de los cuales aprender. Donde los gobiernos incentivan el aprendizaje basado en el trabajo, las empresas seguirán: en Estados Unidos, se puede observar una fuerte correlación entre los estados con créditos fiscales para aprendices y donde la adopción de aprendices es mayor. En el Reino Unido, el impuesto ha creado más aprendizajes en sectores profesionales y de TI, donde la necesidad de habilidades es mayor.

Los líderes corporativos pueden actuar manteniendo el desarrollo de habilidades en el centro de su estrategia de transformación digital. Comprar software de análisis de datos de última generación o invertir en herramientas de inteligencia artificial tiene beneficios limitados si las personas dentro de una empresa no tienen el conjunto de habilidades para capitalizar esas inversiones. Las empresas deben asegurarse de financiar las habilidades de su fuerza laboral tanto como invierten en tecnología.

Las empresas deben, en particular, considerar la recualificación de aquellos en sus fuerzas laborales que corren el riesgo de ser desplazados por la automatización. La recualificación puede poner a las personas a cargo de las tecnologías emergentes en lugar de estar a merced de ellas. Para las empresas, significa construir internamente una generación de líderes tecnológicos con conocimientos institucionales y dedicación en lugar de incurrir en el gasto de contratar ese talento desde el exterior.

Finalmente, las organizaciones educativas tradicionales tienen un papel que desempeñar al integrar mejor los escenarios laborales en su enseñanza. Las escuelas y universidades están bajo una presión renovada para asegurarse de que lo que enseñan sea relevante para el mundo fuera de las paredes del aula. El Proyecto sobre la Fuerza Laboral de Harvard publicó recientemente recomendaciones para educadores con el fin de fortalecer el vínculo entre los títulos académicos y los empleos, incluyendo un mayor énfasis en ejercicios basados en equipos y el reconocimiento de pasantías remuneradas.

Mientras sigamos viendo la educación y el trabajo como dos entidades separadas, la brecha entre las habilidades de las personas y las necesidades de la sociedad solo se ampliará.

Las empresas no pueden seguir dejando el aprendizaje en manos de las instituciones educativas, y los educadores no pueden seguir ignorando la realidad del trabajo. Al unir el aprendizaje y el trabajo, podemos construir un grupo de individuos con las habilidades para prosperar y liderar a medida que se desarrolla la tecnología, una economía preparada para el futuro y adaptable a las cambiantes necesidades tecnológicas, y una sociedad con las empresas y personas adecuadas para enfrentar algunos de sus mayores desafíos y oportunidades.

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