domingo, 13 de marzo de 2022

La pandemia que cambió el trabajo para siempre

Tras una pandemia devastadora, millones de personas han muerto y las vidas de muchas más han sido afectadas. Muchos de quienes sobreviven, desgastados por la sensación de que su trabajo es inútil y por la brecha infranqueable que separa a los ricos de los demás, se niegan a volver a sus antiguos trabajos o renuncian en masa. Agotados de trabajar en exceso por un sueldo mísero, sienten que merecen una vida mejor.


Esta podría ser una historia actual, pero también es el patrón que surgió en toda Europa después de una de las pandemias más mortíferas que se hayan registrado en la historia, la de la peste negra.

Las luchas por los salarios y el valor del trabajo que definieron los años después de la peste fueron, en cierto sentido, tan dramáticas como la pandemia misma. Al final, estalló la violencia en Europa. Teniendo en cuenta nuestra situación actual, vale la pena prestar atención a la cadena de acontecimientos que condujeron, eslabón por eslabón, de la pandemia al pánico y a la insurgencia sangrienta.

La peste negra, como ahora la llamamos, fue abriéndose paso por el continente euroasiático de 1347 a 1351. El historiador árabe Ibn Khaldun la recordó con horror: “Las civilizaciones oriental y occidental vieron la llegada de una destructiva plaga que devastó naciones e hizo que la población desapareciera. Engulló muchos de los atributos de la civilización y acabó con ellos”.

Europa, donde la peste fue especialmente devastadora, perdió más o menos entre una tercera parte y la mitad de su población (aunque los historiadores todavía debaten la cifra). “Muchas tierras y ciudades quedaron desoladas”, escribió el historiador italiano Giovanni Villani en 1348. “Y esta peste duró hasta _____”. Nunca pudo escribir la fecha, la peste se lo llevó antes de que eso sucediera.

Cuando pensamos en la peste negra, tendemos a pensar en las escenas horripilantes que se relatan en las ciudades: los cadáveres amontonados, las fosas donde se arrojaban los cuerpos, sin que se les diera sepultura. Sin embargo, lo que los contemporáneos también encontraron espeluznante fue lo que vieron en el campo: no fueron escenas de destrucción, sino visiones de abundancia y crecimiento. Campos de cereales listos para la cosecha bajo el sol. Vides cargadas de uvas. Estas imágenes eran inquietantes porque sugerían que no quedaba nadie vivo para recoger las cosechas.

“Muchas fincas bellas y nobles / yacen ociosas sin quienes las trabajen”, escribió el poeta y compositor Guillaume de Machaut, quien sobrevivió a la peste escondiéndose en su torre. Su poema continúa:

El ganado vaga sin rumbo

Los campos yacen en el absoluto abandono

Pastando entre los maizales y las vides

Van donde les place

Y no tienen amo, ni pastor

Ningún hombre que junte el rebaño

Después del colapso demográfico, hubo una tremenda escasez de mano de obra. Y así, después del impacto inicial, acorde con las predicciones que harían los economistas modernos, el precio de la mano de obra se disparó. Machaut escribió:

Ningún hombre pudo hacer que se labraran sus tierras

Ni se cosecharan sus granos ni se cuidaran sus vides

Ni aun pagando el triple

No, seguramente, ni siquiera pagando veinte veces más

Porque tantos habían muerto

Los trabajadores de todo tipo —los campesinos jornaleros, los artesanos en las ciudades, incluso los párrocos miserables que habían tenido que darle los sacramentos a los moribundos— analizaron su vida cuando la pandemia cedió y revaluaron su valor. Vieron un sistema que se inclinaba imposiblemente en su contra.

Por ejemplo, en Inglaterra, cerca de la mitad de la población estaba legalmente atada a la tierra en régimen señorial, obligada a trabajar para su señor local. Sin embargo, de repente, estos trabajadores parecían tener cierto poder de negociación. Ya no estaban obligados a soportar exigencias irrazonables. Sus empleadores ya no podían dar por hecho que trabajarían para ellos.

Para empezar, necesitaban salarios más altos para enfrentar la inflación rampante que siguió a la peste: en Inglaterra, a pesar de la disminución del costo de algunos productos básicos como los cereales, los precios de los bienes de consumo en general aumentaron cerca de un 27 por ciento de 1348 a 1350. Los jornaleros se quejaban de que no podían cubrir sus necesidades básicas y, si no se les pagaba lo que pedían, abandonaban el arado, huían de las aldeas de sus señores y se marchaban en busca de un mejor trato.

El golpe demográfico no ha sido tan brutal durante la COVID-19, pero aun así los trabajadores estadounidenses han revaluado lo que significa trabajar y lo que vale su trabajo —y un número histórico ha abandonado su empleo como parte de la Gran Renuncia de los últimos meses. Alrededor del tres por ciento del total de los trabajadores estadounidenses renunciaron a sus empleos tan solo en noviembre, según informó el Departamento del Trabajo. De acuerdo con una encuesta de septiembre, el 46 por ciento de los empleados de tiempo completo estaba considerando cambiar de empleo o en busca de uno.

En especial los puestos de trabajo mal pagados que no requieren especialización se han vuelto difíciles de cubrir, mientras que las redes sociales están llenas de debates airados sobre cómo son necesarios dos o incluso tres empleos para pagar el alquiler promedio en una ciudad promedio.

En los últimos meses se han producido varias huelgas de gran repercusión en las que los trabajadores exigen una compensación justa, con notables éxitos sindicales en Kellogg y Deere. En este sentido, estamos viendo ecos de la situación que siguió a la peste negra, ya que los trabajadores se niegan a volver a las condiciones prepandémicas y han revaluado sus necesidades y su valor. Demasiados cambios en dos años. El mundo es otro.

A medida que nos dirigimos hacia una nueva era pospandémica, las tensiones en el mercado laboral del siglo XIV pueden enseñarnos algo sobre la inestabilidad que se avecina.

En los años posteriores a la peste, los terratenientes de los señoríos y los nobles de toda Europa observaron, primero con indignación y luego con furia, cómo la gente abandonaba sus trabajos y se iba a buscar una vida mejor. Lo que siguió fue una ola de leyes provocadas por la histeria que intentaron devolver la economía a lo que había sido antes de la peste. Los estatutos y las ordenanzas congelaron los salarios en los niveles anteriores a la peste; hicieron que fuera ilegal abandonar la tierra del amo, que fuera ilegal huir; en la práctica, hicieron que el desempleo mismo fuera ilegal.

El Estatuto Inglés de los Trabajadores condenaba a los campesinos que huyeran de sus contratos señoriales a que se les marcara una ‘F’ en la frente, por ‘Falsedad’. En Italia, las nuevas leyes laborales florentinas, llamadas abiertamente “contra los trabajadores rurales”, declaraban que aquellos que descuidaran las tierras de su amo podían ser juzgados como rebeldes y se les podía arrastrar por las calles con cadenas al rojo vivo y enterrarlos vivos.

La presión continuó aumentando: por una parte, una nueva mano de obra envalentonada exigía un salario digno, la posibilidad de prosperar; por la otra, los reyes y los consejos, los señores y los ricos comunes, estaban decididos a que nada cambiara.

Al final, la presión fue demasiada. En la segunda mitad del siglo, la violencia estalló en toda Europa. Los trabajadores tomaron las calles de las ciudades importantes. Quemaron los registros señoriales y los contratos de trabajo. Destruyeron toda evidencia de su servicio y sus vínculos con la tierra.

Un conmocionado cronista de Francia escribió en 1358 que los campesinos indignados “asesinaron, mataron y masacraron sin piedad a todos los nobles que pudieron encontrar, incluso a sus propios señores. Y no solo eso: arrasaron con las casas y fortalezas de los nobles”.

En respuesta, los nobles comenzaron a incendiar los poblados y a asesinar a los jornaleros. El mismo cronista francés describe que atacaron “no solo a los que creían que los habían dañado, sino a todos los que encontraron, ya fuera en sus casas o cavando en los viñedos o en los campos”.

En Inglaterra, el resentimiento popular por los impuestos y las enormes desigualdades generaron el vandalismo y la violencia de el Gran levantamiento de 1381. Las turbas ejecutaron al canciller y colocaron su maltrecha cabeza en el puente de Londres. Exigían el fin del señorío y no reconocían otra autoridad más que la del rey.

Por supuesto, existen muchas diferencias importantes entre nuestra situación política y financiera y las de las décadas posteriores a la peste. Empero, el creciente sentimiento de frustración entre la vasta clase trabajadora de nuestro país nos une con esos campesinos y artesanos medievales que desafiaron las expectativas de la élite para buscarse una vida mejor.

A lo largo de los últimos cuarenta años, la mayoría de los estadounidenses han visto como sus salarios se han estancado en relación con el costo de vida. Las leyes fiscales promulgadas en 2017 durante el gobierno de Trump establecieron exenciones que beneficiaban a los ricos de manera desproporcionada. Y nosotros, al igual que los campesinos medievales, estamos ante el espectáculo de los individuos a los que les sobra el dinero y su costoso aventurerismo. Las fortunas de los multimillonarios estadounidenses crecieron un 70 por ciento durante la pandemia y, como nos enteramos este verano, algunos de ellos no han pagado impuestos o han pagado montos ínfimos desde siempre.

Los ricos nos están tomando el pelo al resto en un sistema que está sesgado en nuestra contra. La izquierda y la derecha lo formulan de manera distinta, pero todos estamos conscientes de esa brecha.

El estado de ánimo de Estados Unidos está por los suelos y está dividido hasta lo más profundo. Si vemos hiatos de violencia, predigo que es menos probable que se asemejen a la política revolucionaria de las insurgencias medievales que a las atrocidades irracionales e insensatas que a menudo ocurrían en las sombras de esos levantamientos, cuando las turbas dirigían su mirada a grupos marginales: judíos acusados de envenenar pozos; flamencos acusados de dejar sin empleo a los ingleses, algunos de los cuales fueron perseguidos en las calles y asesinados ante la vista de todos.

Entonces, ¿cómo podemos atender las profundas desigualdades y evitar la violencia ocasionada por el resentimiento?

Los electores estadounidenses necesitan una historia compartida en la que los hechos encajen sin buscar chivos expiatorios ni alimentar la paranoia conspirativa. Es momento de actuar justo porque compartimos algunos fragmentos de la historia: el cansancio y la cautela; la sensación de que no podemos salir adelante; la indignación de que los poderosos nunca sean llamados a rendir cuentas.

Las grandes revueltas medievales reunieron a personas de muy diversa índole, rurales y urbanas: no solo campesinos, sino también artesanos, albañiles, comerciantes menores e incluso al clero. Un movimiento laboral colectivo podría hacer algo similar por nosotros ahora.

Las victorias sindicales de los meses pasados son un gran ejemplo de cómo los trabajadores pueden unirse y aprovechar este momento de disidencia, y un ejemplo de cómo las élites corporativas pueden fortalecer la lealtad de los empleados en un momento en el que hay tanta rotación de personal.


También tenemos que debatir de manera más proactiva la creciente brecha de la desigualdad de ingresos que ha marcado este nuevo siglo. En este momento, el uno por ciento de los que más ganan posee casi un tercio de toda la riqueza de Estados Unidos, mientras que el 50 por ciento de los que menos ganan poseen alrededor del 2,5 por ciento. Hace tiempo que sabemos que una desigualdad tan pronunciada ahoga el crecimiento económico, y esa es una historia que debemos seguir contando.

Pero las respuestas también deben recaer en nuestra propia élite dirigente. Los legisladores de Estados Unidos deben aliviar la tremenda, y potencialmente violenta, presión que se acumula con acciones que aborden aquello que contribuye a nuestro sentimiento nacional de impotencia: aumentar el salario mínimo, ayudar con la deuda, equilibrar el código fiscal para que los ricos paguen lo justo, crear puestos de trabajo sólidos en infraestructuras, y proporcionar cobertura de cuidado infantil y sanitaria para los trabajadores estadounidenses (una medida que también ayudaría a los pequeños empresarios).

En lugar de ver con impotencia las divisiones, podemos buscar que todos los estadounidenses tengan prosperidad y oportunidades. Imaginen el sentimiento de orgullo y propósito compartidos que podríamos tener. Estas medidas de apoyo a los consumidores inyectarían dinero al sistema en su base. La economía en su conjunto se vuelve más estable cuando hay una amplia base de personas que tienen dinero en efectivo para gastar. En lo político, el país podría ser menos propenso a la agitación. Los jóvenes podrían incluso sentir esperanza.

Pero la élite que está dispuesta a pensar a largo plazo es poca. La mayoría, como las élites de toda Europa después de la peste, prefieren aferrarse más a lo que tienen, y tratan de evitar que otros alcancen la prosperidad compartida, y al aferrarse a que todo sea para ellos, al final empujan a sus naciones a la crisis y lo único que queda son disturbios, luto, miedo, llamas y miseria.

Fuente: The New York Times.

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