jueves, 25 de abril de 2024

Lo raro sería que fueran felices

El Informe Mundial de la Felicidad, con encuestas en 143 países, desvela que los jóvenes de entre 15 y 25 años son cada vez más infelices y lo son en mayor proporción que los mayores.

Con frecuencia, por pereza o por falta de imaginación, establecemos vínculos absurdos. Por ejemplo, asociamos adversidad con infelicidad, cuando realmente puede ser incluso lo contrario, según qué casos. Hay personas que solo descubren su propósito en la adversidad. Porque la felicidad, de hecho, está más emparentada con la conciencia de los márgenes de nuestro mundo y la capacidad de maniobrar en ellos que con la ausencia de un marco o, sobre todo, la falta de un propósito.

Al hablar de su infancia miserable, el cineasta Werner Herzog se rebela contra la condescendencia retrospectiva hacia el «pobre boomer»: «Todos mis amigos que crecieron en Múnich recuerdan con entusiasmo los años de la posguerra. Tenían verdaderos patios de recreo para sus aventuras (…) Tenían que hacerse responsables de sí mismos a una edad muy temprana y estaban entusiasmados con ello. Sigo oyendo voces que se compadecen de estos niños, pero eso no se corresponde con la realidad de sus experiencias. Al igual que yo en las montañas, los niños de ciudad de los primeros años de la posguerra tuvieron la infancia más maravillosa que cabe imaginar».


Herzog creció feliz entre los cascotes de un país demolido y el asedio cotidiano del hambre. Parece ridículo, contraintuitivo, pensar que los niños de hoy puedan ser más infelices, mucho más, de hecho, que aquellos salvajes harapientos. El Informe Mundial de la Felicidad, con encuestas en 143 países, desvela, un año más, lo que ya intuimos a pie de calle: los jóvenes de entre 15 y 25 años son cada vez más infelices y lo son en mayor proporción que los mayores, revirtiendo la tendencia anterior a 2017. El colapso de la felicidad es más acusado en España que en otros países del entorno.

El colapso de la felicidad es más acusado en España que en otros países del entorno

Llevo unos días leyendo interpretaciones «materiales» del asunto: las redes sociales (es evidente), la falta de acceso a la vivienda, el desempleo y la caída de los sueldos. Pero igual que es absurdo vincular adversidad con infelicidad, es empobrecedor e ingenuo pensar que un contexto de depresión material explica por sí solo una tendencia tan tremenda como esta. Antes de que vinieran mal dadas ya se venía fraguando algo mucho más devastador, una inmensa atonía que tiene más que ver con la falta de sentido y propósito que con los indicadores de bienestar.

Decía Camus que hay que imaginar a Sísifo feliz. Suena aberrante, pero es clarividente. Sísifo, al menos, tiene un propósito. Trabaja dentro de un marco, conoce sus límites y qué se espera de él. En caso de rebelarse, sabría contra qué hacerlo. Viktor Frankl opinaba que «el hombre se autorrealiza en la misma medida en que se compromete con el cumplimiento del sentido de su vida». Es en ese sentido que cita a Nietzsche: «Quien tiene un por qué puede soportar casi cualquier cómo». Para los pequeños boomer de posguerra la miseria era un incentivo para responsabilizarse de su mundo, sacarse las castañas del fuego. Eran, como suele decirse, pobres pero felices porque sabían, intuían al menos, hacia dónde debían ir.

Ahora consideremos el caso de nuestros jóvenes. ¿Qué tienen aparte de dos o tres cosas tangibles y un aceptable bienestar material? ¿Cuáles son sus «porqués»? Su infelicidad, creo, radica en su falta de propósito, en la enorme ignorancia de su entorno. Durante años han asistido, tomando nota mental, al desmontaje de todos los sentidos, de cada uno de los referentes y asideros.

Les han dicho que el pasado es matizable e incluso condenable, que el presente es una construcción de su voluntad pero que el futuro de todos modos no existe. Les han dicho que su género es lábil, que su amor es líquido, que la meritocracia no existe, que la formación es un trámite, que todo es problematizable y todo es patológico, que todas las cosas se crean de cero en base a una afirmación espontánea, sin relación con los demás, sin contexto. Les han eximido de responsabilidad y de autonomía real, porque la autonomía solo existe donde hay límites contrastables, en base a esos límites. Les han infantilizado por encima de sus posibilidades, les han capado el proceso de maduración, la propia idea de maduración, brindándoles la apariencia de una infancia alargada hasta donde quieran. Les han dicho que podían ser lo que quisieran ser aunque luego, en la arena común, nadie quiera de ellos nada de lo que sueñen con ser. Les han mentido.

La vida es odiosamente performativa: la construyes a tu modo sin manual de instrucciones

Han desencantado su mundo, lo han vaciado de sentido, han ido cuestionando primero, revisando después y finalmente demoliendo cada uno de los viejos mojones del itinerario. Los han condenado a una existencia sin amarres, novísima y en bucle, donde no hay propósito porque no hay linealidad. No existen los caminos entre los que escoger porque todos llevan al vacío. Tampoco existen los referentes ni las recetas del pasado. La vida es odiosamente performativa: la construyes a tu modo sin manual de instrucciones.

Realmente los han lanzado a una libertad impotente, la peor de las libertades, la que se hace de proclamas sobre el alambre de un funambulista. Ahí arriba, penduleando entre dos abismos, le han dicho: ahora escoge tu camino, eres inmensamente libre.

No concibo otra manera de rebelarse ante tanta frivolidad durante tanto tiempo por parte de tanta gente que no sea la de los jóvenes de hoy: la anhedonia, la ansiedad y la depresión. Su respuesta a tanto estímulo falaz, agravada por el contexto de decadencia general, es la más lógica posible: sentarse a llorar en el sofá (a llorar y a postearlo) hasta que alguien les diga qué se supone que se pretende de ellos en una sociedad en la que cada quién se construye solo para sí.

Fuente.


martes, 2 de abril de 2024

Por qué caminar nos ayuda a pensar

Desde al menos la época de los filósofos griegos, muchos escritores han descubierto una profunda conexión intuitiva entre caminar, pensar y escribir.

En el número de Navidad de 1969 de Vogue, Vladimir Nabokov ofreció algunos consejos para enseñar "Ulises" de James Joyce: "En lugar de perpetuar la pretenciosa tontería de los encabezados de capítulos homéricos, cromáticos y viscerales, los instructores deberían preparar mapas de Dublín con los itinerarios entrelazados de Bloom y Stephen claramente trazados". Él mismo dibujó uno encantador. Varias décadas después, un profesor de inglés del Boston College llamado Joseph Nugent y sus colegas crearon un mapa de Google anotado que sigue los pasos de Stephen Dedalus y Leopold Bloom. La Sociedad Virginia Woolf de Gran Bretaña, así como los estudiantes del Instituto de Tecnología de Georgia, también han reconstruido los caminos de los caminantes londinenses en 'La señoraDalloway'.  

 Estos mapas aclaran cuánto dependen estas novelas de una curiosa conexión entre la mente y los pies. Joyce y Woolf fueron escritores que transformaron el mercurio de la conciencia en papel y tinta. Para lograr esto, enviaron a sus personajes a dar paseos por la ciudad. Mientras la señora Dalloway camina, no solo percibe la ciudad a su alrededor. Más bien, ella se sumerge en su pasado, remodelando Londres en un paisaje mental altamente texturizado, "inventándolo, construyéndolo a su alrededor, dándole vueltas, creándolo en cada momento de nuevo".

Desde al menos la época de los filósofos griegos peripatéticos, muchos otros escritores han descubierto una profunda conexión intuitiva entre caminar, pensar y escribir. (De hecho, Adam Gopnik escribió sobre caminar en The New Yorker hace solo dos semanas). "¡Qué vano es sentarse a escribir cuando no te has levantado a vivir!" escribió Henry David Thoreau en su diario. "Me parece que en el momento en que mis piernas comienzan a moverse, mis pensamientos empiezan a fluir". Thomas DeQuincey ha calculado que William Wordsworth, cuya poesía está llena de caminatas por montañas, bosques y carreteras públicas, caminó hasta ciento ochenta mil millas en su vida, lo que equivale a un promedio de seis millas y media al día a partir de los cinco años.

¿Qué es específicamente lo que hace que caminar sea tan propicio para pensar y escribir? La respuesta comienza con los cambios en nuestra química. Cuando salimos a caminar, el corazón late más rápido, circulando más sangre y oxígeno no solo hacia los músculos, sino hacia todos los órganos, incluido el cerebro. Muchos experimentos han demostrado que después o durante el ejercicio, incluso un esfuerzo muy leve, las personas rinden mejor en pruebas de memoria y atención. Caminar regularmente también promueve nuevas conexiones entre las células cerebrales, evita el deterioro habitual del tejido cerebral que viene con la edad, aumenta el volumen del hipocampo (una región cerebral crucial para la memoria) y eleva los niveles de moléculas que estimulan el crecimiento de nuevas neuronas y transmiten mensajes entre ellas.

La forma en que movemos nuestros cuerpos también cambia la naturaleza de nuestros pensamientos y viceversa. Los psicólogos especializados en música para el ejercicio han cuantificado lo que muchos de nosotros ya sabemos: escuchar canciones con ritmos rápidos nos motiva a correr más rápido, y cuanto más rápido nos movemos, más rápido preferimos nuestra música. Del mismo modo, cuando los conductores escuchan música alta y rápida, inconscientemente presionan un poco más el pedal del acelerador. Caminar a nuestro propio ritmo crea un bucle de retroalimentación inalterado entre el ritmo de nuestros cuerpos y nuestro estado mental, algo que no podemos experimentar tan fácilmente cuando corremos en el gimnasio, conducimos un automóvil, andamos en bicicleta o en cualquier otro tipo de locomoción. Cuando paseamos, el ritmo de nuestros pies vacila naturalmente con nuestros estados de ánimo y la cadencia de nuestro discurso interno; al mismo tiempo, podemos cambiar activamente el ritmo de nuestros pensamientos al caminar deliberadamente con más agilidad o al desacelerar.

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Debido a que no tenemos que dedicar mucho esfuerzo consciente al acto de caminar, nuestra atención está libre para divagar, para superponer el mundo ante nosotros con un desfile de imágenes del teatro de la mente. Este es precisamente el tipo de estado mental que los estudios han relacionado con ideas innovadoras e inspiraciones repentinas. A principios de este año, Marily Oppezzo y Daniel Schwartz de Stanford publicaron lo que probablemente sea el primer conjunto de estudios que miden directamente cómo caminar cambia la creatividad en el momento. Se les ocurrió la idea para los estudios mientras caminaban. "Mi asesor de doctorado tenía la costumbre de salir a caminar con sus estudiantes para hacer tormenta de ideas", dice Oppezzo de Schwartz. "Un día nos volvimos algo meta".

En una serie de cuatro experimentos, Oppezzo y Schwartz pidieron a ciento setenta y seis estudiantes universitarios que completaran diferentes pruebas de pensamiento creativo mientras estaban sentados, caminando en una cinta de correr o paseando por el campus de Stanford. En una prueba, por ejemplo, los voluntarios tenían que encontrar usos atípicos para objetos cotidianos, como un botón o una llanta. En promedio, los estudiantes pensaron entre cuatro y seis usos más novedosos para los objetos cuando estaban caminando que cuando estaban sentados. Otro experimento requería que los voluntarios contemplaran una metáfora, como "un capullo en ciernes", y generaran una metáfora única pero equivalente, como "un huevo que se incuba". El noventa y cinco por ciento de los estudiantes que salieron a caminar pudieron hacerlo, en comparación con solo el cincuenta por ciento de aquellos que nunca se levantaron. Pero caminar realmente empeoró el rendimiento de las personas en un tipo diferente de prueba, en la que los estudiantes tenían que encontrar la única palabra que unía a un conjunto de tres, como "queso" para "cabaña, crema y pastel". Oppezzo especula que, al dejar que la mente se pierda en un mar de pensamientos agitados, caminar es contraproducente para un pensamiento enfocado y centrado: "Si estás buscando una única respuesta correcta a una pregunta, probablemente no quieras que todas estas ideas diferentes broten".

También importa dónde caminamos. En un estudio dirigido por Marc Berman de la Universidad de Carolina del Sur, los estudiantes que pasearon por un arboreto mejoraron su rendimiento en una prueba de memoria más que los estudiantes que caminaron por las calles de la ciudad. Un pequeño pero creciente conjunto de estudios sugiere que pasar tiempo en espacios verdes, como jardines, parques y bosques, puede rejuvenecer los recursos mentales que los entornos artificiales agotan. Los psicólogos han aprendido que la atención es un recurso limitado que se agota continuamente a lo largo del día. Una intersección abarrotada, llena de peatones, automóviles y anuncios, hace que nuestra atención salte de un lado a otro. En contraste, caminar junto a un estanque en un parque permite que nuestra mente divague casualmente de una experiencia sensorial a otra, desde el agua rizada hasta los juncos que se mecen.

Sin embargo, las caminatas urbanas y campestres probablemente ofrecen ventajas únicas para la mente. Un paseo por una ciudad proporciona una estimulación más inmediata, una mayor variedad de sensaciones con las que la mente puede jugar. Pero si ya estamos al borde de la sobreestimulación, podemos recurrir a la naturaleza en su lugar. Woolf disfrutaba de la energía creativa de las calles de Londres, describiéndola en su diario como "estar en la cresta más alta de la ola más grande, justo en el centro y nadar de las cosas". Pero también dependía de sus caminatas por los South Downs de Inglaterra para "tener espacio para desplegar mi mente". Y, en su juventud, a menudo viajaba a Cornualles en verano, donde le encantaba "pasar las tardes dando vueltas en solitario" por el campo.

Quizás la relación más profunda entre caminar, pensar y escribir se revela al final de un paseo, de vuelta en el escritorio. Allí, se hace evidente que escribir y caminar son actividades extremadamente similares, partes iguales físicas y mentales. Cuando elegimos un camino a través de una ciudad o un bosque, nuestro cerebro debe examinar el entorno circundante, construir un mapa mental del mundo, decidir un camino a seguir y traducir ese plan en una serie de pasos. Del mismo modo, escribir obliga al cerebro a revisar su propio paisaje, trazar un curso a través de ese terreno mental y transcribir el sendero resultante de pensamientos al guiar las manos. Caminar organiza el mundo que nos rodea; escribir organiza nuestros pensamientos. En última instancia, los mapas como el que dibujó Nabokov son recursivos: son mapas de mapas.

Fuente.

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